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Si tan sólo pudiera seguir los mandamientos
tan bien y tan fácil como mi perro…
por: JEFFREY BRUNO
Prácticamente siempre he tenido perros en mi vida. De hecho, no recuerdo demasiadas ocasiones en las que en nuestro hogar no rondara una criatura que necesitara paseo, alimento, aseo y jugar al tira y afloja.
Hubo un perro en particular que tuvo un profundo
impacto en mi vida. Se llamaba Beatrice. Entró en nuestras vidas cuando tenía unos ocho años. Era un pastor alemán precioso que sufría de una mielopatía degenerativa que avanzaba rápidamente.
Esta condición va carcomiendo lentamente la
médula espinal y provoca la pérdida de la funcionalidad de las patas y, llegado el momento, la capacidad de respirar. Durante los dos años que sobrevivió a su condición y que vivió con nosotros, lo aprendí todo sobre los perros, sobre el amor y la vida, sobre Dios:
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“El amor es
paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad.
Todo lo
disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Mi amor es imperfecto y fracasa, todos los días, en alguno de los elementos anteriores. Por contra, mi perro es el absoluto ejemplo de todos. Sólo Dios podría hacerlo mejor.
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